jueves, 3 de noviembre de 2011


Discurso de presentación en Venezuela


A PROPÓSITO DEL FANTASMA DE LAUTRÉAMONT

Por Manuel Ruano

Los fantasmas que recorren este libro tuvieron vida alguna vez. Algunos de ellos tuve la oportunidad de conocerlos y realizar una semblanza en la prensa venezolana de hace ya muchos años. Cuando desde 1976, publicara una columna que llevaba por título El trayecto de lo imaginado, lo que sonaba a evanescencia lírica y a emanación ectoplásmica, porque era como hablar con los muertos que reviven entre los inmortales. Digo esto porque otro fantasma los recorría a todos estos autores de alguna manera. Me refiero al Conde de Lautréamont, un muchachito uruguayo que por muchos años se tuvo por francés y que resultó ser Isidore Ducasse, nacido en el Río de la Plata, en Montevideo, cuna de otros grandes poetas como Jules Laforgue y Jules Superville. Poetas admirados por Eliot y Pound, entre otros estudiosos de la gran poesía universal. El Conde de Lautréamont, los sobrevoló a todos cuando dijo en su Canto I de Maldoror: “Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias”. Ese canto es memorable porque implica una revolución en la poesía postmoderna, la que renace de los escombros de la cultura burguesa de su tiempo. Y aquí mismo en Venezuela, tuvo sus admiradores, me refiero a La pandilla de Lautrémont, entre cuyos poetas figuraron Caupolicán Ovalles, Elí Galindo, William Osuna y, entre otros, Víctor Valera Mora. Todos amigos de quien les cuanta esto. Por eso, al proponerme reunir algunos de esos trabajos que recogían el espíritu de Lautréamont, como el singular grupo vanguardista “El techo de la ballena”, también quise capturar su quintaesencia.

Un poeta de la envergadura de André Bretón, pope del surrelismo, recorría la magnificencia literaria de los tiempos, cuando proclamó: “No existe fruto prohibido, toda tentación es divina”. El mismo autor de los vasos comunicantes, creía ver en el poeta maldito autor de Maldoror, a un pariente cercano de la novela de Lewis, El Monje, cuando lo anuncia en su Antología del humor negro:

“Habría que encontrar los colores de que se sirvió Lewis en El monje para pintar la aparición del espíritu infernal bajo los rasgos de un admirable joven desnudo con las alas carmesíes, los miembros entrelazados en el orbe de los diamantes bajo un aliento antiguo de rosas, la estrella en la frente y la mirada teñida de una feroz melancolía, y de aquellos de los cuales Swinburne consiguió delimitar el verdadero aspecto del Marqués de Sade…”

Pero Lautréamont, lejos de ser un invento del propio poeta, como alguien creyó ver (El otro Montevideo), fue un gesto admirativo a la obra novelística de Eugène Sué, en su libro Lautréamont, publicado en 1837, a casi diez años antes del nacimiento del poeta que lo utilizaría como baluarte hasta su muerte en el París de 1870. “Je seule contre l´humanité”, clamaba a los cuatro vientos. Y en el Canto dos de Maldoror, exclama a los cuatro vientos: “Mi poesía sólo consistirá en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante canalla.”

El mismo Rubén Darío añade en Los Raros, una semblanza desconocedora de la verdadera identidad del poeta, cuando dice ignorar el verdadero nombre. Hay que coincidir con él en el misterio que rodea su vida, ya que al parecer destruyó todo dato que ayudara a su autobiografía. Pero, no obstante, su personalidad se fue reconstruyendo en una partida de nacimiento y otros datos del Liceo Imperial de EAU donde cursó los estudios intermedios. Y el aporte de sus condiscípulos al darnos una semblanza del poeta que alguna vez soñó un bestiario insólito (como señala en fenomenólogo Bachelard y posteriormente Pichón Riviere en su Psicolanálisis de Lautréamont), en contradictorias fotografías de un supuesto alumno de literatura clásica…

En definitiva, el armado de este libro reúne a personajes claves de nuestro tiempo como Manuel Bandeira, el poeta modernista brasileño; un adorador del fuego como José Antonio Ramos Sucre, poeta incomparable que se suicidara en Suiza en 1930 y que legara a hispanoamérica un singular número de obras extrañas; un “raro” que Darío recoge en su libro finisecular, Eduard Dubus, del que ni los franceses registran en su galería de autores de fin de Siècle, autor de un libro “Quand le violons son partis” y que muriera en un baño público por una sobredosis de morfina en una pravaz; un poeta religioso, San Juan de la Cruz, tan emblemático autor del Silbo de los aires amorosos en su exaltación divina; un poeta que es un laberinto de bibliotecas ignotas y libros fabulosos como Jorge Luis Borges, reinventor del apócrifo literario; Miguel Ángel Bustos, un poeta enigmático y de audaces resoluciones metafísicas, autor de Visión del los Hijos del Mal, que fuera amigo de quien les habla por los años sesenta y setentas, hasta que lo desapareciera la dictadura militar del general Videla en 1976, dejando trunca una obra fuera de toda comparación, tanto por su poesía como por sus dibujos con los que ilustra su último libro El Himalaya o la moral de los pájaros; pero entre otros, también enriquecen este itinerario la autora de La oscuridad es otro sol, Olga Orozco, de quien publicara en una edición de Biblioteca Ayacucho su Obra Poética y quien dijera “densos velos te cubren poesía” al señalar su quintaesencia y terminara concluyendo que la poesía era “una tentativa perversa y malsana” o Blanca Varela, una voz peruana que estremeciera en Canto villano; y todavía la voz de un ángel impetuoso que conoció el infierno de las mazmorras franquistas, Federico García Lorca, de quien extraje una cosmovisión en prosa poética como lo fuera su conferencia acerca de los duendes pronunciada en Granada por los años treintas… Y el poeta mexicano Octavio Paz, autor de Vuelta, un libro paradigmático e inquietante que se ha hecho intemporal.

Asimismo, argumenté acerca de Leopoldo Marechal y su Adán Buenos Aires, verdadero adalid de una generación de escritores y poetas sustantivos en mi país, el martinfierrismo, en el que militaban escritores irrepetibles como Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdes, Eduardo Mallea, Pablo Rojas Paz, entre otros. Los sortilegios de una poesía sonámbula de la época de la colonia, Amarilis, que, al parecer respondía al nombre de Marta Garay y era de Huánuco, descendiente de los conquistadores del Perú y corresponsal del Fénix de los poetas españoles Lope de Vega y Carpio en hermosos versos que el autor recopiló en su antología La Filomena, entre las más importantes poetisas del Nuevo Mundo, entre muchos otros poetas contemporáneos dignos de mencionarse pero que omito por no tratarse todavía de fantasmas…

¿Habría que agregar algo más a este itinerario que de por sí se mueve entre voces que todavía resuenan y han de resonar, presumo, en las próximas centurias?

Para Hölderlin el lenguaje es la morada del hombre.

En este sentido, me animo a decir con Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos,/ y escucho con mis ojos a los muertos.”


(Caracas, diciembre del 2010)


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