domingo, 14 de junio de 2009

En Do Mayor


EL PAJECILLO

Me llamo Sebastián Winter y debo confesar a vuesa merced, que estuve como criado de Herr Wolfgang Amadeus Mozart, y que todo empezó algún tiempo después de haber dejado de ser su paje, cuando pasé a servir al clero, con una diablura a su Ilustrísima el arzobispo de Salzburgo, donde los corredores oyen a las paredes y las paredes oyen a los corredores, que después terminan por oír el gemido de sus sirvientes. Cuando más allá de todas las imploraciones celestiales, alguien había mixturado inciensos y sahumerios, así como otras esencias episcopales con bosta de caballo, lo que agravió el olfato de su Eminencia, que en esos momentos dormía plácidamente en su gabinete personal. Eran las cuatro de la tarde, supongo, cuando yo, en ese momento, paje de recámara, o sea, del arzobispo, acababa de recorrer los salones, entre mesas fraileras y sillas eclesiásticas de duro respaldar, y me disponía a abandonar esas santas habitaciones a pies y juntillas, cuando el arzobispo despertó abruptamente, maloliendo ese aroma desconocido que buscó disminuir con una pizca de rapé, que no sé quien cambió por pimienta. Lo que enseguida trajo un alboroto de proporciones cardenalicias y de capellanías inverosímiles de sacerdotes menores, que buscaron culpar a los de la cocina, y éstos culparon a los jardineros, y los de los jardines a los de la caballeriza, y éstos (como es de suponer) a los de personal de servicio de recámara, como este pobre servidor, y todavía a los músicos, que a partir de ahí quedaron desocupados, entre la calle de la Necesidad y la Angustia, sin saber adónde ir, merodeando muladares, casas de mala fama y ferias de ciudad, en las que habitualmente concurrían contorsionistas, tragafuegos, músicos ambulantes y vendedores de filtros mágicos.

-¡Sabandijas!¡Sabandijas!...¡Mala hostia!... ¡Que venga el paje a sacudir este demonio!...-gritaba su Eminentísima. Y después, todos en fila a purgar su silencio. Afuera, en el patio, había un murciélago muerto. Nadie rezó por él. Creo que se tragó al demonio después de los conjuros. Y una ráfaga fría atravesó la tarde.

Desde allí, me tomé la libertad de mandar al diablo a la santa casa del arzobispo, al conde adjunto, y, haciéndome la señal de la cruz, me sometí a una variedad de oficios que no me llevaron a ninguna parte; pero consiguieron aproximarme más y más al músico Wolfgang Amadeus, -aunque a escondidas- y congraciarme por esos otros caminos a Dios que proporciona la música y el canto sacro, así, de buenas a primeras, como las sonatas, las sinfonías, las arias, los lieds, las operetas, las serenatas y un buen número de obras corales de las que el músico era dueño y señor, todo era uno y yo, anduve por esos andariveles de los que el compositor fue inquilino. En tanto que la nieve se acumulaba lentamente por los rescoldos de las ventanas y los aleros imperiales y pontificios, y, además, tapizaba inclemente los jardines de su Eminencia, de aquellas calles de su Majestad. Mas interiormente, el ornato agraviante de esos salones y el lujo excesivo de esos cuadros, me inhibían entre aquellas esculturas y relojes y el tapizado de esos sillones, que eran un canto silencioso que me calaba el alma y pulía, es cierto, la mirada de los asistentes, entre tanta reverencia y tanta ingratitud obispal. Pero más allá de eso, como bien lo sabe vuesa merced, tuve que hacerme ducho en principados, en condados y otros espacios en la corte, y dejar los bofes en las postas o, necesariamente, la de ser acompañante y servidor de carruajes. Había tiempo para todo. Como cambiar una rueda, cuando llevaba a los niños músicos por esos caminos de Dios, y tengo memoria del padre de Herr Wolfgang Amadeus, que me apresuraba por no sé qué contratos que debía cumplir en el principado. Debo confesar, también, que me sabía de memoria sus penurias. Las prioridades de los niños músicos y me queda la viva imagen y la devoción de haberlos servido, y hasta -déjeme decirlo- de haberlos amado en secreto. En pocas palabras, a mis diecinueve años de edad, pasé de ser paje eclesiástico, a limpiador de caballos, recogedor de bosta y cargador de maletas en calesa, hasta lograr desenvolverme, gracias a la clemencia de una mano femenina, en los predios del Príncipe Fürstenberg, a quien terminé por servir ocasionalmente. Aunque, en lo personal, yo hubiera querido servir por siempre a los niños músicos; pero la fortuna y el llamado del destino así lo quiso. Lo cual no impidió que siguiera como esclavo al servicio de aquella melodía. Y a decir verdad, nunca me despegué de su suerte. Le seguí anónimamente entre la multitud. Y pagué caro por eso. Sentí la muerte de su madre y la separación de los suyos. Me pareció agraviante la célebre patada que aquel 8 de junio de 1781 que le propinó el conde Arco, cuando le llamó “joven insolente”, haciéndose eco de los interminables pleitos con el arzobispo, que por unos miserables 500 gulden le trató de “malandrín, villano y orgulloso”. Eso me dolió en el alma y, por supuesto, exigió de mi humilde intervención; aunque en secretas circunstancias, como vuesa merced comprenderá. Lo que me valió más de un susto entre el cortinaje de esa santa casa. Y arzobispo y conde, y toda esa majada de petulantes tuvieron de lo suyo. Desde las cocinas y sus tufos que en algún momento fueron pestilentes, hasta ciertos alborotos inexplicables de los que renegaban los sirvientes y que endilgaron a algún diablillo que se había colado en el salón divino.


De manera que seguí a Herr Wolfgang Amadeus por esos intrincados caminos de las épocas, en un silencioso (debo confesar) y devoto peregrinaje que llegó hasta el instante final de su honorable vida.

Preguntaréis: ¿Qué fin me propongo con esta historia? ¿O creéis que un hombre de gusto no vale tanto como un campesino metido a paje?

Pues, nada. La Providencia me puso ahí y ahí cuento lo que la vida me fue colocando delante de los ojos.

Un viejo me dijo: “la pereza es el almohadón del diablo”. Y a partir de ahí, trato de no dormir en el almohadón; sino en la alfombra entera.

Fui el séptimo hijo varón de una familia muy pobre de criadores de cerdos. Tal era su pobreza, que mi padre me entregó a un artesano en vidrios con la esperanza de que aprendiera su oficio. Fui un buen aprendiz; pero un mal interlocutor. Y aunque me esmeré en los hornos y en el soplado, hice maravillas que pronto me valieron la salida del lugar, acusado de ser portador del mal de la jactancia y de saber más que el propio dueño del hacedor de botellas. Así era de bribón. Y en esto de hacer burbujas incandescentes, quise darle salida a mi propia vida y me fugué a Ámsterdam, donde logré colocarme de criado en una familia muy noble, ligada a los negocios de especias en ultramar, a la que serví con la ambición de embarcarme como marinero a tierras ignotas. Pero como no sabía leer ni escribir, hube de tener paciencia y aprender de los curas y de donde podía las primeras letras, como quien va juntando sortijas de oro y diamantes. Costosa fue esa historia y hasta me valió grillos y cadenas. Bajo falsas acusaciones de robo me encerraron y hube de salir libre gracias a un gentilhombre que se apiadó de mi condición y me adoptó como sirviente, llevándome a Roma. De él, aprendí un poco de solfeo; aunque no pasé de ahí. Por eso, La flauta mágica me arrancó lágrimas que no eran de este mundo.

En aquel ambiente, alcancé a ver de lejos a personajes célebres como el Conde Casanova, aquél al que Herr Wolfgang Amadeus dedicó su ópera Don Giovanni, saliendo del hotel La Villa de París, donde también hay una fonda romana y se pasea la juventud como mariposas en primavera. Y fue tanto lo que aprendí (del oficio de aprender) que hasta tomé conocimientos mundanos de tanto servir en los salones y de oír los conciertos que tenía la suerte de presenciar. Así distingo una instrumentación y reconozco las armonizaciones de una obra sinfónica.

De tal forma, que de esta guisa de emprendimientos, como os digo, he acompañado al músico entre sombras, por parajes insólitos de Munich y finalmente Viena. ¡Ah, Viena, la esplendorosa! También fui su acompañante de viajes en tierras lejanas, como recordará, por aquellas estrechas calles de Utrecht, recorriendo los misteriosos bulevares de Haarlem y en las aún más estremecedoras callejas de Leiden. ¡Esos eran tiempos lejanos en los que le veía hacer maravillas de prestigitador en el clavicémbalo de los grandes salones! ¡Y donde la vida parecía sonreírle, como un jardín esmaltado y chispeante de flores siempre nacientes!

Un dicho antiguo, dice que “Dios hizo el mar, pero la tierra los holandeses”. No estoy tan seguro de eso. Porque yo sudé la gota gorda en los inviernos de Praga, de Milán, de París, de Roma, y vaya uno a saber hasta qué sitio estuve presto por seguirle. Pero más que para seguirle, para escucharle en los transmuros imperiales.

Posiblemente vuesa merced no lo haya advertido, pero soy yo, Sebastián Winter, al que llamaban el pajecillo, que le ha servido como lacayo en aquellas posadas neerlandesas, cuando el músico tendría seis o siete años y asistía con su padre Leopoldo a ejecutar sus sonatas en el clavicordio de la catedral mayor. Le he oído interpretar sus partituras a ciegas, con sus ojos vendados, y hasta con una tela ocultando el teclado. Tocando de pie, porque Herr Wolfgang Amadeus no alcanzaba los pedales del órgano mayor. Y concluido el concierto, al punto que era yo quien cargaba los bultos y las alforjas que contenían esas benditas partituras. Y también entalcaba su peluca y sacaba el polvo de sus vestiduras de niño encantado.


Yo le he oído decir a Herr Leopoldo, que tal o cual tecla desafinaba, y entrar el niño en trance al momento de la ejecución. ¡Cómo me deleitaba escuchar ese contrapunto instrumental, cuando deslizaba sus dedos por el teclado! Alguna vez, su padre, me arrojó un florín en virtud de mis servicios de mandadero al palacio y lustrador de las hebillas de sus botines. También le he oído bromear acerca de eso. Porque el pequeño se reía al reflejarse en ellos. Y hasta enternecerse por un perrito asustado, como lo debía estar yo en aquella época. Sin embargo, le he protegido desde la sombra, bien lo sé, más que como sirviente de cocina para sus caprichos, y aún cuando no pude seguirle en algunos momentos, me las he ingeniado para ser constante en su trayectoria en las cortes de Viena, de Roma, de París, cual pajecillo del serrallo u oscuro personaje del Cossi fan Tutte. Bien me sé de memoria mi papel y mi oficio. Empero, guardaba las distancias. Aunque una vez le oí decir: “estoy buscando dos notas que se amen”, y volver a sus pentagramas. Mientras que yo recogía sus partituras y no me despedía de él hasta que se recluía en sus aposentos. Alguna vez me vio también restregar con el cepillo a los caballos, y hasta me saludó desde su ventana, antes de emprender un viaje prolongado a campo traviesa. ¡Eran días de fragancia matinal entre paredes recién enjalbegadas o noches de tormenta pintadas de fulgores en las que andaba con paraguas, buscando leña para avivar el fuego!


Quizá me vio, o me retuvo en sus ojos, con mi sombrero tricornio de paje y mi sacón de terciopelo verde, rondando su intimidad, y, durante las jornadas calurosas, ahuyentando insectos para ayudar a sus sueños, entre ungüentos y potingues, después de las agotadoras noches de composición que le dejaban rendido. Porque a decir verdad, nunca me creí eso de que componía cual respiraba. No.

Él no me ha visto nunca llorar. Sin embargo, yo le vi rabiar su ofuscamiento por una partitura, deshacer una sinfonía y finalmente revivir ante su obra ya lograda. Era oírle como agua cristalina de una vertiente que va por el cauce acostumbrado de la más ensoñadora fantasía. ¿Cuál de las voces que estaban dentro de mí no se había escandalizado de aquellos indignos espectáculos que sufría de parte de algún cortesano? Aunque debo decir que todo no se queda allí. La nieve ha pasado y el olvido también. El polvo, ahora, ha ido acumulando los recuerdos como pátinas de una estatua, como viejos grabados de jornadas ventosas, de sangrías y sanguijuelas donde la bestia de Satanás estaba seguramente oculta, así como las escenas gloriosas de su vida que misteriosamente pasaron ante mí, como pasa un ángel con sus alas rotas, es decir, que he querido arrancarle a las horas amargas un último cumplido ante la adversidad que le rodeaba. Han pasado muchos años y me he puesto viejo. Ahora estoy a las órdenes de su alumno Franz Xaver Süssmayer, que dice haber concluido su Réquiem. Como si alguien se desgargantara, gritando: “¡Porca miseria!” ¡No, señor, a un miserable no se le puede negar tampoco un plato de sopa! ¡No se puede hablar en nombre de Dios para echar a los perros a una criatura que como Herr Wolfgang Amadeus, tan dignamente ha interpretado los milagros del alma humana con la música de Dios! Y, créamelo, de la misma manera que juntaba sus partituras, al concluir sus presentaciones en las catedrales de Haarlem y Utrecht y, por si fuera poco, ante el maestro Christian Müller que desempeñaba el cargo de organista en la iglesia de San Bavorerk, donde antiguamente tocó con entusiasmo celestial. Sí, insisto, también recogí (no sé si imprudentemente) aquellos pliegos finales de su Réquiem, de cuya nombradía deseaba apoderarse Anton Leitgeb (hijo del burgomaestre de Viena) bien conocido por sus malas intenciones, que obraba bajo las instancias y el pago del conde Walsegg-Stuppach, también aficionado a la música y que deseaba la gloria a través de sus últimos latidos de vida. “¡Mondo cane!”, “¡Maledetta!”, como dicen los italianos. ¡Yo sé que esas notas pertenecían más a Dios que a los hombres! Os lo digo a vos, Excelencia. Y quede memoria y espíritu aquí en la tierra, como sopla el viento en los cielos. ¡Por algo el pintor Peter Brueghel, clamaba: “Porque el mundo es tan traicionero, llevo luto”! Así estoy ahora: descorazonado y en somormujo con mi conciencia. Y doy fe en este testamento para la paz de mi alma.

Suyo, Sebastián Winter. Amén. (Catedral de Sankt Stephen, a dos de diciembre del año que concluye de 1792).