domingo, 26 de abril de 2009

Anecdotario




LOS APOCRIFOS DE BORGES



Borges no inventó el apócrifo. Tampoco el apócrifo inventó a Jorge Luis Borges. No obstante, una buena parte de su obra literaria (tal vez paralela) de más de sesenta libros de poesía, ensayo, ficción y otros escritos, algunos non sanctos, parecen dar cuenta de él.

En teoría, Borges es siempre un laberinto. Desde sus primeros años, deja entrever una precoz pasión por la tendencia hacia la variedad del texto. Entre los cuales está la “invención” de la biografía. Tal como deliberadamente lo hizo en Historia Universal de la Infamia. Algunos de cuyos textos habían sido publicados en una revista de circulación porteña. Apremiado un poco por la urgencia que imponía la revista, que dirigió junto a Ulises Petit de Murat, urdió esas extrañas escrituras que como siempre irían a dar al diario Crítica que dirigía por los años treinta el periodista uruguayo Bottana. Y de las cuales, una de las condiciones, era publicar artículos inéditos de ambos escritores.

Como se sabe, Borges disponía de una formación polilingüistica y pluricultural. En su casa se hablaba el inglés y el francés tanto como el castellano. Desde los primeros años de su vida, conoció de los traslados a Europa, lo que determinó -tanto para él como para Norah, su hermana- una sólida cultura cosmopolita. Además, no debe olvidarse la procedencia familiar de la familia. Su padre, era un intelectual de tendencia anarquista, profesor universitario, amigo de Macedonio Fernández y Evaristo Carriego, que, con frecuencia visitaban su casa de la calle Serrano, en el barrio Palermo. Hombre de letras, al fin, era poseedor de una vastísima biblioteca en la lengua de Shakespeare. Otra particularidad, residía en la nacionalidad británica de su abuela paterna, Francis Ann Haslam, casada con el Coronel Francisco Isidro Borges, militar, que perdió la vida ( como me lo refirió en una conversación el propio autor) en una de «esas guerritas» nacionales, al que le dedica un poema de El Hacedor: “Lo dejo en el caballo, en esa hora/ crepuscular en que buscó la muerte...”

UN POCO DE HISTORIA

Hay razones para pensar en la importancia que Borges concede a los dos linajes familiares: Los Borges y los Acevedo. Ambas estirpes tienen raíces en la lucha emancipadora americana y, como vieja, se entrelaza con los nombres españoles y portugueses que fundaron estas tierras. Algo resuena en la “Fundación mítica de Buenos Aires”, tantas veces cantada por el poeta.

Entre sus ancestros maternos, figura un tal Pedro Pascual Acevedo, alcalde de Coronda, siglo XVIII.

Cuando el país era parte del Virreynato del Río de la Plata, en 1799 (dice uno de sus biógrafos), exactamente cien años antes del nacimiento del autor de Otras Inquisiciones, había nacido el Coronel Isidro Suárez, bisabuelo de Leonor, su madre, que se inició en la carrera militar como cadete del regimiento de granaderos a caballo creado por San Martín en 1812, participando en muchas guerras. Es interesante señalar que el mismo comandó la carga de caballería peruana y colombiana que decidió la batalla de Junín.

En una palabra, Borges fue un hombre orgulloso de esos antecedentes y parentescos. Como hombre de letras y por añadidura ciego, como Homero, añoró también desde sus páginas todo el carácter épico de sus mayores. Y a partir de ahí, el concepto de acción no le será ajeno. Todo concepto de coraje revive en sus escritos con una nostálgica gloria. Una gloria que da pie “Al otro Borges”, al que padece una cierta pena por no haber sido como ellos. Esa demanda familiar que se hace pasión en la obra literaria, que descubre más de una encrucijada y hasta se pierde por lejana y sobrecogedora en la historia misma. Entonces, es verdad, se torna canción.

Había que tener en cuenta un concepto que, en Borges, recrea un pensamiento del poeta irlandés Yeats: The Great Memory (la Gran Memoria) en el que los antepasados y la convocatoria de esos antepasados, resucitan en el presente una combinación de mitos, de leyendas y sensaciones que van a dar lugar en este caso a la literatura. Y en este aspecto, Borges recurre en muchos sentidos a alteraciones deliberadas del texto. La estremecodora cultura enciclopedista del escritor, rearma un pasado decididamente poblado de vocaciones irredentas, llena de artificios verbales, de parábolas que no retacean la muerte ni el concepto de valentía al convocar a personajes, ahora sí, de la marginalidad (como Juan Muraña o Jacinto Chiclana, entre otros), que dan la sensación de revivir a cada momento y a cabalidad, una semblanza de personajes orilleros y matones de facón de la contienda política, del gaucho o del guitarrero que evoca pasajes de una milonga. Todo esto es parte del laberinto que conduce a un pasaje del propio autor, al prólogo de una edición de 1954 del libro Historia Universal de la Infamia (1935), en la que dice con su infaltable humor y aguda severidad: “Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo -”Hombre de la esquina rosada”- que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.”

Este registro de falsificar ajenas historias, ya se observa en su segundo libro de poemas Luna de enfrente (1925) donde ejercita un deliberado gusto por el apócrifo; aunque no llegue todavía a serlo: “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”:

En las trémulas tierras que exhalan el verano,
El día es invisible de puro blanco. El día
Es una estría cruel en una celosía,
Un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.

Pero la antigua noche es honda como un jarro
De agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,
Y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,
El hombre mide el vago tiempo con el cigarro.

El humo desdibuja gris las constelaciones
Remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El do, el primer río. El hombre, el primer hombre.

Si en teoría, pienso, Borges es un laberinto de ciudades, barrios, personajes enigmáticos, de añoradas nostalgias, en la práctica, el autor de El Aleph, es la cristalización de una “vasta y compleja literatura” al estilo de Quevedo, uno de sus autores predilectos.

Curiosamente, Borges leyó por primera vez El Quijote en idioma inglés, cuando todavía era un chico de siete u ocho años, según Alicia Jurado. Después vino a descubrir o señalar que el original era una torpe traducción. Eso lo motivó a temprana edad para hacer su primer cuento, “La visera fatal”, no exento de anacronismos y al estilo de Larreta en La Gloria de Don Ramiro. Por ese entonces escribió en inglés una historia de la mitología griega, lo que señala en Georgie (como se le llamó doméstica y cariñosamente) una predilección de hacer literatura a través de la literatura.

En suma, hay una condensación estética de lecturas, de nombres claves de libros universales, que ya presagiaban a un lector y escritor nato.

En su casa paterna había una biblioteca de infinitos libros en inglés que recordará siempre. Su madre fue quien influyó en la imaginación del pequeño Georgie con los textos de Swedenborg y Keats. Su casa, además, era un lugar de reencuentro frecuente de amigos escritores e intelectuales.

Con cierta precisión, podría decirse que en la historia de la literatura abundan los ejemplos de falsificaciones y engaños deliberados. En el siglo XVIII el poeta Macpherson, presentó poemas suyos como obra de un remoto poeta gaélico del siglo III, logrando que los lectores creyeran durante mucho tiempo -a pesar de la crítica- de la verosimilitud de los hallazgos.

Imaginación y extrañamiento son dos elementos que participan en la escritura del autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”. Cuento que compone El jardín de los senderos que se bifurcan, obra maestra de la ficción narrativa.

Ahora: ¿cuánto hay de ficción en la realidad de aquellos textos y cuánto de realidad en la ficción? Ya se sabe que para Borges la metafísica es una rama de la literatura fantástica. En todo caso siempre Alonso Quijano, reviste más interés para el fabulador que la vida misma de Cervantes. Sería conveniente entonces descubrir en este argumento una tesis inquietante de ediciones sucesivas y refutaciones inciertas. Aquel cuento escrito en 1939, es la formulación de una multitud de recusaciones y tergiversaciones de la obra de Cervantes. Pierre Menard, erudito autor supuesto, es el artífice de una copiosa serie de artículos y monografías de un también apócrifo catálogo, cuyo eje de iniciación tiene un punto de partida en una confabulación perpetrada por Madame Henry Bachelier de un intrincado y malinterpretado juego de masones, calvinistas y judíos. Serie sucesiva de dislocaciones vertebradas a través “de una cronología de autores que dan fe en análisis filológicos en la conocida técnica de inventar libros y autores, ya sea como argumento del relato, ya para justificar citas apócrifas que den verosimilitud.” La reelaboración de un libro ya escrito en el siglo XVII y vuelto a reescribir en el siglo XX por un escritor de lengua francesa que intenta el castellano en sus más detallados anacronismos. Borges mismo da un poco de luz en el prólogo de este laberinto intelectual: “Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios”.

Pero ¿cuánto de real hay en otros cuentos que componen Ficciones? Un libro que concentra teogonías inesperadas, bibliotecas infinitas, espejos inverosímiles y enciclopedias que permiten el descubrimiento de Uqbar, por Gonde desfilan las apreciaciones de un escritor amigo de Borges, Bioy Casares, las páginas de De Quicey y otros maestros de la literatura universal, que conforman ficticiamente una órbita personal articulada de tal manera, montando un complicado aparato de citas decididamente erróneas de ignorados tratados, de atlas y diccionarios enciclopédicos que desconciertan la imaginación del lector.


No debe olvidarse, también, que en el siglo pasado, un poeta francés Pierre Louÿs, publicó en 1894 un racimo de traducciones de poesías griegas con el titulo de Canciones de Bilitis, desorientando incluso a los críticos más especializados. En la actualidad, otro escritor, Marco Denevi (siguiendo la huella de estos escritores y adoptando una técnica parecida a la de Borges), escribe Falsificaciones, que él confiesa tiene influencia borgeana.


EL ASCENSOR QUE REMATÓ EL CUENTO



Una anécdota referida por su madre y que más tarde corroboraría él, cuenta que Borges sufrió un accidente en la Navidad de 1938, cuando subía una escalera por la falla de un ascensor.

En un momento dado, el escritor no advierte una de las ventanas abiertas cuyo extremo le produce una herida profunda en la cabeza. La herida se le infecta y requiere de una operación. Tal trastorno, lo pone entre la vida y la muerte, con temperaturas de 41 grados. La madre lo asiste, pero él tiene serias dudas de su estado mental y teme que no va a poder escribir más. “Leéme un libro, una página”, le dice a su madre. Como siempre, doña Leonor Acevedo, lo complacía.

Muchos años después, Borges me refiere en una entrevista, que en el momento de la intervención quirúrgica, estaba cambiando el final de un cuento. Durante aquellos días, veía toda suerte de animales y bestiarios. Pasajes de Las 1001 Noches. En un momento llora y al requerirle su madre por esas lágrimas, Borges le contesta que llora porque entiende que no va a enloquecer. Una vez repuesto y en su casa, tiene el ánimo de escribir “Pierre Menard, autor del Quijote”, una historia de un literato que se propone escribir el libro de los libros, sin alterar una sola palabra y sin intercalar una coma. Como se supone, es la paradoja de ser el mismo Cervantes. “Yo creo, dice su madre, que algo había cambiado a partir de aquel suceso, en su cerebro.”

Emile Cioran, dirá alguna vez que la escritura del escritor argentino “es un hallazgo de sofismas delicados”. Habría que cifrar que en ese lenguaje borgiano se conjugan en forma culta, alambicada, de una precisión verbal poco común en el esplendor de un estilo. Al mismo tiempo, hay otro, vernacular, donde asoma el idioma llano, popular, no exento de argentinismos y palabras del lunfardo. En definitiva, como todos saben, ese lenguaje entrelaza permanentemente fragmentos apócrifos, en un tejido intelectual con infinitas connotaciones imaginarias, memorizaciones perdurables, textos corregidos y vueltos a corregir, cambios deliberados de citas, de fechas, de lugares, tergiversaciones y trasposiciones de ideas. Supuestas historias que tienen como vertiente principal la historia misma.

En El oro de los tigres, le hace decir a Miguel de Cervantes:

Crueles estrellas y propicias estrellas
Presidieron la noche de mi génesis;
Debo a las últimas la cárcel
En que soñé el Quijote.

El apócrifo en él se maniesta de muy distintas maneras: con su propia firma, como en el caso precedente en el que atribuye a un autor célebre un poema, unas frases, un epígrafe. O radicalmente, el poema o él texto con otra firma.

Conocidos son también los escritos que urdiera con Adolfo Bioy Casares, bajo la firma de H. Bustos Domecq. En realidad, como se sabría más tarde, ese seudónimo se compone de un apellido de algún ancestro de Borges (Bustos) y de algún otro de Bioy Casares (Domecq). Bajo ese seudónimo, nombro los libros:

Seis problemas para Don Isidro Parodi (Buenos Aires, Sur, 1942); Dos fantasías memorables (Bs. As., Oportet y Haereses, 1946); Crónicas de Bustos Domecq (Bs.As., Losada, 1946)...

No obstante, todavía, habrá otros seudónimos y heterónimos del autor. Hasta ahora en colaboración con Bioy Casares, también se ha detectado el de B. Suárez Lynch, con el que firman Un modelo para la muerte (Buenos Aires, Oportet y Haereses, 1946).

Etimológicamente, Apócrifo, viene del griego Apokrupto; y del latín Apocryphus, y significa oculto, secreto.

El diccionario de la academia agrega fingido. También dícese de los libros sagrados cuya inspiración divina no es segura: los Libros tercero y cuarto de Esdras son apócrifos.

Voltaire consigna muchos otros en su diccionario filosófico. La lista sería extenuante.

Antonio Machado escribió acerca de un supuesto profesor apócrifo: Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos), al que el profesor Francisco Romero denominará “apócrifo de apócrifos”.

En relación al tema, Borges no escatima la mención de fuentes ciertas e inciertas de sus relatos. Por ejemplo dice que “Las ruinas circulares” se inspira en la leyenda del Golem y que además “Lewis Carroll me dió el epígrafe que pudo haber sido el embrión del cuento”, que “El Zahir” es la reescritura del Nibelungenlied, entre otros.

Técnicamente hablando, para un escritor de estilo como J. L. Borges, la historia de la literatura es su mejor vertiente de temas para recrear en el género.

Retornando el tema religioso y los escritos adulterados de la Edad Media, Borges elabora “Fragmentos de un Evangelio apócrifo”, que afortunadamente incorpora a sus Obras Completas. Son, como se verá, alrededor de 50 apotegmas o sentencias y aforismos que el autor disfruta, como disfruta del resto de su libro Elogio de la sombra, publicado en 1969. En él resalta la ironía, su escepticismo esencial, la figura de la hipálage, el oxímoron, y entre otros deja entrever un gusto por sus lecturas preferidas: Berkeley, Schopenhauer, Hume, Swedenborg y sobre todo, el visionario Blake.


Acotaciones al margen: una anécdota pluraliza siempre sus inquietudes. Por ejemplo, en una oportunidad alguien le demanda si va tener un cambio de actitud hacia la literatura inglesa por haberse producido la guerra de las Malvinas en la que fuimos derrotados: Corre el año 1982. Entonces Borges recurre a su ingenio, e inmediatamente responde: “Sí. Ahora estoy en guerra con Shakespeare y con Sherlock Holmes y he desafiado a duelo al Dr. Johnson y a De Quincy.”

Estoy consciente de que un tema de esta naturaleza, debido a su frondosidad como la acusada en Historia de la eternidad o la no menos intensa Nueva refutación del tiempo, exige una exposición más detenida. Sobre todo porque son muchos los ángulos en los que debe analizarse este tipo de escritura. Una escritura que contiene un tipo de enmascaramiento y una agudeza intelectual pocas veces vista en la literatura nacional. Tal vocación se reitera en El Hacedor y se continúa en lo que metafóricamente podría ser una misteriosa biblioteca de infinitos anaqueles o una memoria habitada de conocimientos, próxima a una Babel inagotable.

“Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca -la de mi padre-; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes.” Confiesa en el prólogo de El otro, el mismo.

Como son tantos los ejemplos que da en la escritura firmada, esa imprecisión puede, según el caso, convertirse en un acto de fe. El uso del apócrifo enriquece ostensiblemente muchas páginas de su literatura. En ajenas pertenencias, posiblemente se consigne el plagio.

Digo esto porque a raíz de su muerte en 1986, enseguida proliferaron algunos poemas y textos apócrifos que la prensa misteriosamente trató de incorporar a su obra. Me refiero, específicamente a un poema, “Instantes”, cuya autoría más tarde se supo era de una señora de Kentucky, una tal Nadine Stein.


Plagiado Borges, la viuda y algunos críticos lo calificaron de terrible. Esta profanación de imágenes, trae a colación una anécdota que puede servir de referencia. Ya se sabe que muchos de los que escriben como Borges intentan contagiarse de su estilo. Así como hubo quienes trataron de contagiarse de Rulfo, Vallejo, entre otros. Sin embargo, con una profunda ironía, Borges decía: “Los imitadores son siempre superiores a los maestros. Lo hacen mejor, de un modo más inteligente, con más tranquilidad. Tanto que yo, ahora, cuando escribo, trato de no parecerme a Borges, porque ya hay mucha gente que lo hace mejor que yo.”

Habría que decir que ya en 1952, el escritor Conrado Nalé Roxlo, con su delicada pluma, publicó Antología apócrifa, donde recopila el estilo al “pastiche” de los grandes autores de la literatura universal. Por supuesto está un relato de Borges, “Homicidio filosófico”, que Nalé Roxlo (ahora “Borges”), intenta reescribir escogiendo las obsesiones y las reflexiones que argumenta el autor de El Aleph.

Decía Voltaire: “Peligroso no es el hombre que lee, sino el que relee”. Esta deducción parece señalarlo. Con sorpresa establece los límites anunciados. Su erudición facilitaba la posibilidad de que algún día, “el ideal sería un mundo del todo anónimo, en el que la lectura siempre es una facultad más resignada, más civil, más intelectual que la de escribir...”

Yo quisiera concluir esta exposición (que presumo inagotable en su bibliografía y una obra paralela que comienza a deslumbrarse ), mencionando un poema en endecasílabos. A Borges, creo no le hubiera disgustado llamarla elegía, ya que todo poema después de pasado un tiempo rescata esa forma. Se trata de “El Compadre”. De acuerdo a que el texto está enmascarado en las páginas de una antología que el autor preparara con Silvina Bullrich en 1945 con el título El Compadrito.

El poema está firmado con el nombre Manuel Pinedo. Ha tenido varias correcciones en 1934,1937,1943 y 1944. El título sufrió cambios. Si bien la primera versión lo daban como “El compadrito”, en la edición de Emecé aparece como “El Compadre”. Desde el prólogo, el escritor dice: “El compadrito fue un plebeyo de las ciudades y del infinito arrabal, como el gaucho lo fue de la llanura o de las cuchillas. Venerados arquetipos del uno son Martín Fierro y Juan Moreira y Segundo Ramírez Sombra; del otro no hay todavía un símbolo inevitable, aunque centenares de tangos y sainetes lo prefiguran”.

Un fragmento de su Autobiografía es ciertamente revelador, cuando dice de sí mismo: “él había inventado biografías de hombres reales sobre quienes nada o casi nada se había registrado. Yo en cambio leí acerca de la vida de personas famosas y luego deliberadamente las modifiqué o distorsioné de acuerdo a mi propia fantasía. Por ejemplo, tras leer Las pandillas de Nueva York, de Henry Ashbury, elaboré mi propia versión de Monk Eastman, el pistolero judío, en flagrante contradicción con mi autoridad elegida. Lo mismo hice con Billy The Kidd, John Murel (a quien rebauticé Lazarus Morell), el Profeta Velado de Khorassan, el Demandante de Tlchbome y muchos más...”

EL JUEGO DE LA RAYUELA





Me parece simpático mencionar aquí una anécdota que tuve en su casa de la calle Maipú, el 24 de febrero 1985, ya estaba finalizando una entrevista para un diario venezolano que me llevó algo más de dos horas.

En un momento de la conversación, aparece su servidora Fanny para anunciarle que habían llegado los chicos de un colegio con su maestra. Como es natural y obedeciendo a un probable cansancio del escritor, le dije que me iba porque no quería abusar de su atención. Contrariamente a mis explicaciones, Borges me demandó que de ningún modo tenía que irme. Pero yo pensaba en todos esos chicos, la maestra, la resignación del maestro... Más allá de lo esperado, se mostró un poco impasible e hizo un gesto con el bastón como dispuesto a proseguir la conversación que veníamos manteniendo...

-Pero Borges -le dije-, los chicos, el colegio...

-¡Caramba!, respondió. Acabo de acordarme que yo tampoco sé jugar a la rayuela!...

Sonrisas entre el sorpresivo humor ácido de Borges. Después vino un silencio que yo aproveché para despedirme de ese escritor siempre travieso como un niño precoz de la memoria.

Hasta aquí, el arte de adulterar sus ajenas historias. Las de Suárez Miranda y sus Viajes de Varones prudentes; la de Julio Platero Haedo e Inscripciones; la de Gaspar Camerarius y Deliciae Poetarum Borussiae, etcétera, etc.

Al fin y al cabo todo, según la utopía, es como dice Coleridge. O como antes, vino a decir Quevedo. Acaso el laberinto y los espejos, como hubo de afirmar al principio Empédocles. O más razonadamente, como dijo Wells, es decir, como pudo haberlo dicho Borges...





(Publicado en Revista nacional de Cultura, Nª 329, enero-febrero-marzo del 2004, Caracas, Venezuela)