sábado, 13 de diciembre de 2008

Buscando el rumbo hacia las especias

“Yo no pregunto de qué raza es un hombre,
basta que sea un ser humano,
nadie puede ser nada peor.”
Mark Twain



Noviembre sepulta el paisaje. Y mi vida.
Lubicz Milosz

La más perversa desnudez es la más bella.
A la hora en que esos ángeles dormitados,
criaturas tiernas son de la concupiscencia.
Aquí hay que ganarse la virtud o la impostura,
recogiendo el servicio hospitalario de lesa
/humanidad,
arrojando entre algodones el bofe cotidiano,
implorando en la Casa de las Alucinaciones
como en el altar de un dios despiadado,
que reclama para sí el reino de las tinieblas,
enfundado en la celebración de un vino amargo.
Así el ofidio muerde para el ensueño o la locura.
Y yo viajo desde hace tiempo en un tren anónimo
que va sumergido en el miedo y la desolación,
para poder verte algún día como un espejismo
/en la bruma.
Mis recuerdos van cargados de ayer.
Y me pregunto qué fundidor de metales trabajará
/mi canto.
Yo no sé de la memoria de la piel,
de hoteles baratos que dejaron sin aliento
/nuestro amor
en medio del paraíso perdido.
Yo no sé si hay amor en la impostura.

Sólo sé que la más perversa desnudez es la más bella.

(De Los Cantos del Gran Ensalmador, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, Caracas, 2005)

MEDEA


Eras piedra, Medea, eras mi espanto; yo he sido tu perro
/adolorido, cantándote mi amor en la pelea.

Tu canción es el canto de mi canto. Cada vez que te
/mueres me rebelas, cada vez que me amas, te amo tanto.

Eras la fiera, Medea, que reinó en la noche; los mares
/se perdían en tu llanto.

Y ahora hechizaste en tu pasión los vientos con pociones
/de hierbas y de ensalmos.

Hija de un rey fuiste y me encantaste. Mujer de guerrero,
/me lloraste. Gocé de ti y gané mi vellocino de oro.

Yo soy Jasón, tu perro lastimero.


(De Los Cantos del Gran ensalmador, Monte Ávila Editores, 2005)

"Manuel Ruano, poeta por gracia de Dios o del Diablo."

Elvio Romero



Cada fantasma juega en mi memoria su vestidura
fundamental.Y en aquellos lejanos tropiezos,
de los que nunca escarmentaba,nunca lloraba en mí,
tanto por las magias irrealizables, como por las
alegrías complicadas y ocultas que, en silencio,
callaba como una estatua. Y, en la pomposidad
de aquel niño sorprendido que ocultaba en su
corazón sus peregrinajes inolvidables de lecturas
de libros fabulosos, descubría de pronto el amor
por la literatura y la aventura de un paradigma
de amor.
De aquellas tremenduras escolares, sospecho,
señalaba mis fantasmas y una hoja de ruta
hacia un territorio desconocido y peligroso del
que aún hoy, no se encontrar el cuadrante preciso
para volver a él,a no ser por la poesía o por un
mayor silencio del que no se vislumbre un solo
verso,una ceniza,o una exigua anotación doméstica,
es decir, todo.



Yo tenía un tío que era amaestrador de pájaros.

Más bien, se parecía a un pájaro. Siempre sobrepesando

los alpistes y las hojitas de lechuga.

Pero su conversación

con los pájaros variaba en las tonadas, en el silbido

o en la repetición de una palabra. Cada silbido

era una ración de semillas que pesaba tanto

como las palabras. La cara junto a la jaula me

revelaba sus pensamientos. Creo que ese monólogo

de los trapecios me indujo a más de un ritmo interior.

Así lo creía. Y el tío se iba convirtiendo, poco a poco,

en un pájaro. Hasta que un día lo vi comer alpiste.

Y creo que se voló, desapareciendo del mundo

de los vivos con alas de canario.



(Tomado de La canción del enano, Ed. A Sotto voce, 2002)





No todo prólogo es un comienzo ni todo epílogo un final.

Para mí, una librería es la impresión digital de una calle. Y esa sensación me persigue desde la secundaria, en el Colegio Rivadavia de la avenida San Juan y Virrey Cevallos. Por lo que debo agregar, que esa avenida era la columna vertebral de un desfiladero cotidiano al final de la década de los cincuenta.

Pero si uno se detenía entre las calles Sarandí y Combate de los Pozos, por ejemplo, podía distinguir una vieja, viejísima librería, atendida por unas señoritas casi tan antiguas y pulcras como esas vidrieras pobladas de libros inolvidables: El tigre de la Malasia; El Conde de Montecristo; Cumbres Borrascosas; La isla de las almas perdidas; El Lobo de mar; Robin Hood; El alma del pirata y los infaltables, Las minas del Rey Salomón o Aventuras de Rocambole, de Ponson du Terrail. Sí, la avenida San Juan, en el barrio San Cristóbal, tuvo personajes que bien valían una novela. Recuerdo a uno llamado Il morto qui parla, porque resucitó en su propio velorio.

De la calle Cochabamba supe, para recordar un episodio, de un crimen monstruoso que espantaba a los chicos del barrio, cuando la dueña de una pensión que se volvió loca, decidió matar a su amante y hacer desaparecer su cabeza en una olla sopera.



Años más tarde, cerca del barrio San Telmo, tuve una aparición inolvidable, entre las calles Piedras y avenida Belgrano: la del escritor Jorge Luis Borges, en una esquina que hacía ángulo agudo con Diagonal Sur. Él, estaba parado ahí, con su bastón, fundamental, como la historia misma de la ciudad. De modo que yo, sin dudarlo, y debido a su ceguera, lo invité a cruzar: “¿Lo cruzo, maestro?-le dije. Y él, me contó una historia algo alarmante (como si hubiera venido hablando consigo mismo), sobre las esquinas robadas a la memoria de Buenos Aires...”

En Buenos Aires hubo, hay, o tendría que haber, un lugar donde ciertamente la noche retenga para sí una congregación de almas, al estilo de Yeats.


A las calles del barrio Saavedra, por ejemplo (donde nací), le vienen voces por todos lados. Voces que provienen del río; voces del parque con fragancia a eucaliptos; voces de otras almas, se diría, que ya se han ido, y lamentos de un monumento colosal que todavía puede verse en la Avenida Cabildo y el puente de la Avenida General Paz: El Cajón de Muertos.

De modo que precisamente ahí, sí, hubo en otra época una amarga historia de amor que algún día tendré que contar para no morirme despierto. Una misteriosa cancioncilla de marineros y una persistente sensación aromática que alguna vez enamoraría a don Leopoldo Marechal en su florido Adán Buenosayres. Porque las calles de Saavedra (algunas increíblemente cortas o ya francamente desaparecidas por el abrumador avance urbanístico) se pierden en la letanía de una vegetación. Entonces, sus dignidades son: Flor del aire; Aromo y, por si fuera poco, el vernáculo Amambay, donde hubo, hay o tendría que haber, abuelas que todavía tejen desde el olvido larguísimas bufandas de colores...

En resumidas cuentas, en todo esto hay gato encerrado. O tendría que haber una madre que señalase siempre, que más de una vez por el barrio merodeaban los fantasmas y que, de cuando en cuando, aparecía un brujo en bicicleta que muchos años después llegó a ser ministro y, por añadidura, un cura al que decían la Gata por andar en los tejados. Todo eso, unido a unos espectros bulliciosos de un caserón barrial que al ser descubiertos por un incrédulo, perdieron los zancos y la sábana con la que recubrían un extrañísimo pleito de propiedad.


Con el tiempo (según me contaron mis padres), el cajón de muertos se hizo célebre como la noche. Y por más que se le quiera atribuir un origen, siempre resulta falaz el intento. Ya que tampoco, se le podría prodigar un nombre de empresa de pompas fúnebres. Él, está enclavado ahí, en medio de una cofradía de estados de ánimo. Ergo, los grandes monumentos siempre tienen una canción; pero el Cajón de Muertos, no. Jamás le compusieron un tango o una balada. Modestamente, propondría (estoy seguro que propondría), para su maridaje con la noche, una estrofa así:“Cajón de Muertos encendido en la Noche/ ya sos la calavera enfundada del ayer/ como una carta manoseada que desnuda tu destino de insomne...”


La topografía de Buenos Aires es conceptual. Cada una de sus calles es una puerta abierta a un peregrinaje interior. Y hasta podría decirse, que establece una metáfora de doble dimensión: se habita esta ciudad hacia adentro como una pasión oculta; y hacia fuera, como un coleccionista de espejismos, de estatuas al aire libre, de fuentes inagotables, de granujas y perdularios, de filósofos naturales, que una vez me di a conocer... En consecuencia, Buenos Aires, se sueña subterráneamente. Se edifica en el territorio de los crepúsculos y se abandona en los amaneceres inesperados. Pero, rejuvenece en la noche como una mala mujer. Atormenta a los olvidados y a los tristes, en oficinas públicas, en fábricas de oficios rutinarios, en la que una desmesurada masa de hombres y mujeres hacen de los medios días, una jornada de soledades en comunidad. Por eso, Buenos Aires es también un estado de ánimo, es decir, una refutación en suspenso, que deja escuchar su alegato. A veces, también, su poesía. ¿Podría existir Buenos Aires sin su refugio natural, la poesía? Aunque esa partitura es también inescrutable en esos ambientes; porque Buenos Aires es un reloj de arena que debe voltearse en cada fragmento de tiempo transcurrido para reiniciar el nuevo ciclo. Así son de tenaces sus intrépidas criaturas que juegan como geniecillos que viajan de época en época. La caída y el resurgimiento. El recuerdo y el más penoso olvido; porque el reloj de arena es una conceptualización de la historia. Así lo dijo una vez Borges: “la arena de los ciclos es la misma / e infinita es la historia de la arena; / Así, bajo tus dichas o tu pena, / La invulnerable eternidad se abisma.”

Con alguna serena sensatez podría decirse que Buenos Aires tiene, todavía, en sus recovecos habituales, sus personajes taciturnos, sus brújulas escondidas, los salones solitarios, los espejos solos, las sillas puestas sobre las mesas en los bares del centro después de la medianoche.

Cuando cierran los cines, empieza la hora de los desvelados. Siempre hay un café demorado en la mirada del transeúnte que se pierde en la acera de enfrente. Y el agua de la vereda se confunde con las sombras.



Porque yo algo le robé a la noche, la capacidad del insomnio, que es como una antesala de la muerte. Allí tengo de testigos la pérdida del último tren en la estación Retiro y la obsesión de los espejos, que atrapan esos rostros de merodeadores nocturnos. De ahí, que mi signo esté regido por Saturno, como ya lo dije una vez. Por eso siempre quise ser mago: Nada por aquí; nada por allá. El cielo es mi Babilonia en un barrio de Buenos Aires, de ese mismo cielo de Borges y de Gardel. De manera que este libro es mi razón de coherencia planetaria. Por eso, siempre quedo fascinado por el Arte de los espejos... Hay un epopta en mí que enigmáticamente se pierde en la noche.



Nada por aquí; nada por allá. Digo esto porque a los trece años tuve una experiencia mesmérica inolvidable, provocada por un famoso magnetizador español llamado Fassman, que me provocó el sueño lúcido en una función en el teatro Ópera. Tanto es así, que el sueño naturalmente pasó; pero me dejó lúcido para siempre. Cuando no podía comprar un libro, me lo imaginaba por entero y enseguida escribía uno. Cuando no había dinero para ver una película, secretamente la “veía” con la mente interior.


Debo confesar que por ese entonces, fui tipógrafo, vendedor de puerta en puerta, oficinista, empleado de una librería francesa y, entre otros, ayudante de un ilusionista llamado Tu Sam que leía la mente de los demás; pero no leía la mía cuando tenía que pagarme. Por eso fui haciendo mi propio catálogo de espejos: el espejo de una casa pobre tiene paredes descascaradas; y entendí que “hay autores que son espejos de otros autores”; que una sala de espejos viola siempre la intimidad de los difuntos; que el espejo de un ladrón le devuelve siempre su dignidad, y que un gato encerrado en un espejo es un componente mágico. Nada por aquí; nada por allá. Hasta que aprendí a ser mi propio sonámbulo en espectáculos memorables para mi regocijo interior. Las palabras son testigos:


Mi cielo –ya lo dije- está regido por Saturno, es decir, mi Babilonia celeste.

Y todas estas reminiscencias, lo sé, han ido refundiéndose en estas historias de ángeles y demonios que son la memoria oculta de una ciudad. Y también de otras ciudades que he conocido allende la cordillera de los Andes o del misteriosísimo ultramar. Por eso no todo prólogo es un comienzo, ni todo epílogo un final....


En el Puerto de la Trinidad de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre


(A manera de prólogo al libro inédito No son ángeles del amanecer)


En los días que corren de Diciembre del año 2008